El Valor de tu Honor
Publicado por
TRABAJARORES DEL SEGURO SOCIAL VERITAS Dr: Mario Carleo
en
10:57:00 a. m.
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Etiquetas:
Moral y Cívica
El honor como cualidad moral
Quizás en alguna ocasión nos hayamos preguntado en qué tramo del camino perdimos una palabra tan profunda y, a la vez, tan impulsivamente empleada como es la del honor, ¿o es que la fuimos vaciando de contenido que pronto nos dimos cuenta de que con envoltorios no se pueden llenar vidas?, ¿es que nuestra generación no necesita de resortes morales?
Así es como un viejo diccionario definía el honor: como cualidad moral. Y ciertamente, pienso que es así. Hobbes hablaba de la manifestación del valor que mutuamente nos atribuimos, si bien algún otro autor lo considera objetivamente, como el propio valer -desde el punto de vista interno- y, externamente, como la estima social; y entendiéndolo subjetivamente, lo representaríamos como la conciencia del propio valer. Interesantes disquisiciones, pero quiero centrarme en el binomio honor-valor que, de todo lo dicho, hemos podido formar.
Pienso, además, que es un hecho el desempleo generalizado de esta palabra, fácilmente comprobable en la diaria lectura de la prensa, así como su escasa utilización en cualquier medio de comunicación, en la conversación habitual, aún en las tertulias más refinadas. Incluso la protección de la intromisión en el honor ajeno, en instituciones jurídicas, ha quedado tan en desuso, que su explicación académica constituye una anécdota.
Y frente a este panorama comunicativo, sociológico, en definitiva, puede surgir la pregunta, ¿es que el termino simplemente ha caído en desuso o cabe extraer la conclusión de que la propia valoración, nuestro honor, se ve sustituido por imágenes distorsionadas, estereotipos sociales que no sólo han sustituido el significado del honor sino que lo han desplazado, arrinconándolo en una sala oscura y pequeña, repleta de tarros de viejas costumbres, en cuyo frontispicio se lee "salita de la tradición" o algún título de semejante cainismo, repudiable o ignorado?.
Es evidente que el honor como valor, es decir, como autoconsciencia de nuestro valer, está íntimamente ligado con lo que nosotros consideramos como valioso, en definitiva, con nuestros propios valores y, exigiendo el respeto de nuestros valores estaremos exigiendo el propio respeto, defendiendo no sólo unas ideas sino aquellas ideas que nos hacen a nosotros, que constituyen nuestro ser espiritual, tanto o más respetables que nuestro ser físico. Por ello, su defensa, es nuestra defensa y, la violencia dirigida a menoscabar o desacreditar nuestros valores, nos afecta de tal modo que nuestra falta de reacción en contra de tal corriente, a veces verdaderamente torrencial, nos asemejaría a esos peces que vemos pasar bajo los ríos en la misma dirección que lleva el agua, significando la mayoría de las veces la falta de vida en sus fríos cuerpos.
Es, pues, la defensa de nuestro honor, una necesidad no ya sólo moral sino del todo proyectivo-existencial, si se me permite la palabra. Bien es cierto también que dejar destruir nuestros valores y, pienso por tanto, nuestro valer como seres morales, es permitir una inadmisible expropiación espiritual, pero aún así, no hay que olvidar que nuestro valor último radica en nuestra propia naturaleza, de la que deviene nuestra dignidad, ahora bien, al igual que no concedemos el mismo valor a un canto del río que a una piedra preciosa, cuidada y resplandeciente, nunca deberíamos considerar de la misma manera a un hombre de principios que a un sujeto que aquel solo ve su propio beneficio por encima de los demás. Es, también, parte de la lucha de la individualidad frente a la colectividad.
Por último, solo apuntar que el substitutivo de los valores vienen a ser los sentimientos, aún, las sensaciones y, que la causa más profunda, es la falta de compromiso en asumir una jerarquía axiológica, valorativa y, en otros casos, y siendo optimistas, el interés en uniformizar una sociedad desde un desmedido afán igualitarista.
La reacción, como en la inmensa mayoría de los casos, deberá ser personal, abandonando los prejuicios que de manera alguna tienen aquellos que, con descaro, siembran el menosprecio a la moral y las costumbres y, siempre también, con un exquisito respeto hacia las personas, pues nuestro combate se mueve en el campo de las ideas, siempre apasionante y siempre enriquecedor.
Quizás en alguna ocasión nos hayamos preguntado en qué tramo del camino perdimos una palabra tan profunda y, a la vez, tan impulsivamente empleada como es la del honor, ¿o es que la fuimos vaciando de contenido que pronto nos dimos cuenta de que con envoltorios no se pueden llenar vidas?, ¿es que nuestra generación no necesita de resortes morales?
Así es como un viejo diccionario definía el honor: como cualidad moral. Y ciertamente, pienso que es así. Hobbes hablaba de la manifestación del valor que mutuamente nos atribuimos, si bien algún otro autor lo considera objetivamente, como el propio valer -desde el punto de vista interno- y, externamente, como la estima social; y entendiéndolo subjetivamente, lo representaríamos como la conciencia del propio valer. Interesantes disquisiciones, pero quiero centrarme en el binomio honor-valor que, de todo lo dicho, hemos podido formar.
Pienso, además, que es un hecho el desempleo generalizado de esta palabra, fácilmente comprobable en la diaria lectura de la prensa, así como su escasa utilización en cualquier medio de comunicación, en la conversación habitual, aún en las tertulias más refinadas. Incluso la protección de la intromisión en el honor ajeno, en instituciones jurídicas, ha quedado tan en desuso, que su explicación académica constituye una anécdota.
Y frente a este panorama comunicativo, sociológico, en definitiva, puede surgir la pregunta, ¿es que el termino simplemente ha caído en desuso o cabe extraer la conclusión de que la propia valoración, nuestro honor, se ve sustituido por imágenes distorsionadas, estereotipos sociales que no sólo han sustituido el significado del honor sino que lo han desplazado, arrinconándolo en una sala oscura y pequeña, repleta de tarros de viejas costumbres, en cuyo frontispicio se lee "salita de la tradición" o algún título de semejante cainismo, repudiable o ignorado?.
Es evidente que el honor como valor, es decir, como autoconsciencia de nuestro valer, está íntimamente ligado con lo que nosotros consideramos como valioso, en definitiva, con nuestros propios valores y, exigiendo el respeto de nuestros valores estaremos exigiendo el propio respeto, defendiendo no sólo unas ideas sino aquellas ideas que nos hacen a nosotros, que constituyen nuestro ser espiritual, tanto o más respetables que nuestro ser físico. Por ello, su defensa, es nuestra defensa y, la violencia dirigida a menoscabar o desacreditar nuestros valores, nos afecta de tal modo que nuestra falta de reacción en contra de tal corriente, a veces verdaderamente torrencial, nos asemejaría a esos peces que vemos pasar bajo los ríos en la misma dirección que lleva el agua, significando la mayoría de las veces la falta de vida en sus fríos cuerpos.
Es, pues, la defensa de nuestro honor, una necesidad no ya sólo moral sino del todo proyectivo-existencial, si se me permite la palabra. Bien es cierto también que dejar destruir nuestros valores y, pienso por tanto, nuestro valer como seres morales, es permitir una inadmisible expropiación espiritual, pero aún así, no hay que olvidar que nuestro valor último radica en nuestra propia naturaleza, de la que deviene nuestra dignidad, ahora bien, al igual que no concedemos el mismo valor a un canto del río que a una piedra preciosa, cuidada y resplandeciente, nunca deberíamos considerar de la misma manera a un hombre de principios que a un sujeto que aquel solo ve su propio beneficio por encima de los demás. Es, también, parte de la lucha de la individualidad frente a la colectividad.
Por último, solo apuntar que el substitutivo de los valores vienen a ser los sentimientos, aún, las sensaciones y, que la causa más profunda, es la falta de compromiso en asumir una jerarquía axiológica, valorativa y, en otros casos, y siendo optimistas, el interés en uniformizar una sociedad desde un desmedido afán igualitarista.
La reacción, como en la inmensa mayoría de los casos, deberá ser personal, abandonando los prejuicios que de manera alguna tienen aquellos que, con descaro, siembran el menosprecio a la moral y las costumbres y, siempre también, con un exquisito respeto hacia las personas, pues nuestro combate se mueve en el campo de las ideas, siempre apasionante y siempre enriquecedor.
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